Ella
no quería vivir.
En
realidad vivía, y vivía mucho, pero no por amor a la vida: por odio, más que
nada, y desprecio. Vivía mucho no por el hecho de que la vida fuese hermosa,
sino por la tragedia que le resultaba ser. La vida le dolía profundamente: en
su pecho, en sus oídos rojos, en sus pétalos, constante y latiente, como cuando
uno se sumerge en agua helada y siente a los huesos duros y estallantes,
gritando bajo la piel.
(-
Vivo intensamente: tan sangre, tan flor, sólo porque la vida apesta. Si la vida
fuera demasiado linda no tendría sentido vivirla. Y no me vengas con que la
vida es tan bella cuanto una rosa. Soy rosa en flor, tengo vida, pero la vida
no es linda ni yo soy como la vida. La vida pasa por mí mientras yo paso por
ella, aunque en ningún momento nos cruzamos. ¿Hay vida en la flor? No hay vida
en algo vivo, punto. Algo vivo simplemente es eso: algo vivo. Vida... ah, la
vida es otra cosa. Es algo inalcanzable. Algo que se dice, no más, y odio a las
cosas que se dicen. ¿Mi vida? No tengo vida, ya dije, soy viva simplemente. Y
quiero ser lo más viva posible, por contrapeso a la vida, por no quererla pero
querer vivirla.)
Se
preguntaba el porqué del decir. Estaba cansada de las personas que decían las
cosas. Estaba cansada de las personas y de las cosas. - Inventame la verdad!,
pensaba, y lo deseaba intensamente. Pero era todo tan sincero todo el tiempo
que a ella le generaba arcadas.
(-
Ay, cuanta verdad hay en el mundo! Inventame la verdad! En verdad, dime cosas
que me llegarán suaves. Que cada letra entre como una pluma en mis oídos, que
ni oídos son. Si no tengo orejas, inventame dos, o tres, para poder
escucharte decir lo que quiero solamente y no tener que chocarme con la
realidad de ver que mis tímpanos lloran sangre golpeados con esas palabras
duras, que los atraviesan como agujas, con el intento de anestesiarme pero, en
cambio, generando gran cantidad de dolor y frustración.)
La
flor rechazaba el contacto. Pobre de ella que era vista como símbolo de
belleza, de celebración, de regalo y armonía. Luego ella que era tan viva y
roja por estar viva, simplemente, y más aún por despreciar a la vida. Luego
ella que tenía pétalos como brazos pequeños y redondos, como un cabello largo
que le escondía el rostro, como si estuviera ella en ella misma y pudiera
acostarse en su propia flor. Era un pedazo pequeño de ella misma en su centro.
Y la vida, que insistían en decirle que es hermosa, le creaba cada vez más una
sensación de odio. A veces ni siquiera odio. A veces era algo tan fuerte y
penetrante como el odio: la indiferencia.
Envuelta
en papel florido, con moños apretando su cintura fina como de quién bosteza y
mira hacia el cielo buscando aire. Siempre en ese trayecto de una mano hacia
otra, del contacto de las palmas calientes de dos personas que se quieren: ella
vomitaba.
Una
sonrisa de una pareja feliz allá, un pétalo a menos en ella. Todo el cariño que
la acechaba, en realidad, le hacía mal. Y la hacían sufrir, pobre. La agarraban
y la regalaban como un signo del más puro amor, de la felicidad simple de estar
con alguien.
¿Pero
alguna vez te has preguntado si la flor sabe amar?
¿Si
la flor quiere amar?
En
este caso no.
Era
una flor anti-amor.
Ella
no quería vivir.
Y
sólo vivía tan agudamente
para
no notar el tiempo que pasaba.
Para
no sentir.
Hasta
que llegara el día
en que se colgaría seca, socarrada,
y se caería del tallo:
ya no más roja
ya no más roja
como
una flor de sangre,
pero amarillenta:
pura,
pura,
muda,
y muerta.
F;
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