o céu partido ao meio, no meio da tarde.

quinta-feira, 20 de outubro de 2016

Comilona en Rivadavia

Hacía 35 minutos que yo esperaba. Un grupo de tres chicas comía helado sentadas en un banco. No sabía si ellas esperaban también o, si como el helado de esa tarde de domingo, solo se derretían en charlas infantiles y risas estridentes: risas de doce años. Tras mío pude sentir la presencia de alguien que también esperaba, pero no tuve el coraje -en realidad era falta de interés- en dar vuelta la cabeza y registrar quien era. Tampoco hizo falta. Como si pudiera leer mi indiferencia, se puso a mi costado desafiándome, haciéndose notar a toda costa. Era una señora beige de cara y de vestimenta. Desde su pelo hasta sus botitas todo tenía un color tierra y sus variantes: crudo, piel, marrón, y detalles de animal-print en la campera. Imposible no hacerle un espacio a mi lado: como su capucha de leopardo, la señora tenía aire de salvaje. Una fiera enjaulada: su grotesco interior se expresaba en la alusión al felino feroz que le envolvía el cuello y las muñecas. 
La vieja gatubela se acercó más. Caminaba tan lento y silencioso que no pude percibirla: era una leona caminando agachada por entre las carnes que paseaban en Rivadavia y yo -jamás sabré el por qué- yo fui elegido como su presa. 
Como si me conociera desde pequeño, me dice: - m‘hijo, qué número aparece en el cartel de aquél colectivo que viene? No veo de lejos y el sol da justo en el número. (Sí, yo tenía gafas de sol puestas. Era como si la señora me hubiera estudiado y planeado cada palabra para iniciar una conversación. El sol le tapaba el número del colectivo y yo me tapaba los ojos del sol. No pude no contestarle) - Es el cinco, le digo, en un intento de averiguar qué realmente quería esa mujer. Una señora mayor de tono tierra y estampa de animal no quiere solamente que le digan cual bondi viene, siempre quiere más: ella me quería y conmigo todo el tiempo que le podía dar. Me dispuse a ofrecerme como sacrificio y me entregué a su boca: ¡le ofrezco mis oídos, Oh Señora de las bestias! Y así empieza nuestra relación:
- La frecuencia del ocho es horrible. Peor cuando es domingo o feriado, pasan a cada hora, ¡un horror! - Sí, le digo, hace más de media hora que lo vengo esperando (A la señora no le importó lo que yo le dije. Ella estaba con hambre y encontraba en mi solemnidad de oyente un banquete). - Cada vez peor andan las cosas, me dijo. Yo podría haberme tomado el subte, pero elegí mal. Siempre elijo mal. ¡Y eso que soy jubilada y no tengo que pagar!  -dejó de ser leoparda y se rio como una hiena: la señora era un zoológico completo. Siguió: - Lo que pasa es que hoy en día, con este gobierno de mierda, ya no llego a fin de mes. Me privaron de los asados de los fines de semana, y si querés hacer un guiso, olvidate: más de 400 pesos para una comida consistente. Mis zapatos, estos que llevo en los pies, ¡tienen más de diez años! Me lo regaló mi cuñada, le tuve que cambiar la suela para que puedan funcionar por diez años más. (Es usted una mujer de pasos lentos, pero quien camina despacio llega muy lejos: 20 años de andar por la ciudad te pusieron los ojos de furia y te vistieron de salvajeria, pensé). Intenté agregar algo: - Sí señora, yo también pienso que la gente está ciega o finge estar ciega para sentirse más cómoda por haber elegido mal, y también... - Hay hambre!, me interrumpió. Ya no puedo más comer tanta carne, yo siendo tan carnívora como soy... (Sí, lo que le dije no resultó en absoluto. En este momento decidí tomar la posición a la que ella me había designado: una oreja de un metro noventa en la parada del ocho. Y habiendo aceptado mi lugar, me entregué aún más a sus caninos, como en un ritual de auto-escarnio-disfrutable, me sometí a su deseo).  - Digo todo eso y me río, continuó la vieja felina, liberando una carcajada en el aire pesado de la tarde. Me río porque no me gusta llorar, me río para llenar a mi estómago. Ahí viene el ocho.
Mi silencio bastó para que ella entendiera que yo consentía con todo lo que me decía y, como si un contrato de servicio se hubiera terminado, dejó de hablarme para extender la mano hacia la calle y tirarse bondi adentro. 
Nunca vi una mujer tan bestial y animalesca y famélica en esta la jungla de concreto. Yo que, no obstante, soy amante de la comida, me deleité con su buffet. La vieja gueparda apolillada de indignaciones y dictaduras me había arañado las vísceras:
yo fui su plato principal
pero también fui yo
quien se llenó aquella tarde
de hambre
de justicia.

F;

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