Todos los asientos vacíos lo
definían propiedad mía.
Yo era el señor de los rieles y, bajo mi voluntad,
dos señoras entraban al vagón
trayendo consigo baldes, escobas
y una gran fuerza al hablar portugués:
tan cerrado y bruto como sus caras
de fatiga y trabajo brazal.
Les permití ingresar rompiendo mi tesoro: el silencio
que inundaba morboso entre las paredes naranjas, de muy mal gusto. Yo las hubiera cambiado por algo más sobrio: tan sobrio cuanto la espera
de que el tren se despierte
y empiece a caminar lento, como un recién nacido.
Ambas gritaban entre sí, expeliendo palabras duras y acentos grotescos. Entraban y salían del baño
como si en vez de limpiarlo, lo adorasen: el mini ambiente cuadrado
con olor a mierda,
les agudizaba la "s" fuerte de cada final de los plurales dichos,
más bien escupidos,
de sus bocas.
Bailaban el valse de los productos de limpieza. Aguas sanitarias y desinfectantes marcaban el ritmo de su conversación
áspera, y de pronto,
como en un paso ensayado de una coda, "une grand finale",
salieron girando sobre sí mismas y sobre los baldes,
llevando consigo la brutalidad de ese idioma,
y entregándome a la cruda realidad
de que yo no era dueño de nada.
Yo era un rey sin reino:
solo poseía mis inseguridades
y nada más.
Yo era tan insignificante
cuanto el agua sucia
que llenaba a sus
baldes.
F;
quarta-feira, 15 de março de 2017
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