o céu partido ao meio, no meio da tarde.

sexta-feira, 7 de outubro de 2016

La bruja de Santa Fe y Riombamba

La nena lloraba y sus gritos eran como los de un animal recién nacido que no sabe hacer otra cosa más que pedir ayuda, lanzando en el aire del colectivo una desesperación aguda y muy finita que arañaba los vidrios, las ventanas. Su madre la sostenía como quien sostiene a un trofeo y en su cara no se podía distinguir la fatiga del orgullo de tener tan linda muñeca en sus brazos: su sonrisa estaba cargada de cambiar pañales y amor materno.
Del otro lado del pasillo una señora gris miraba a la nena fijamente. Era una señora que se camuflaba en el color de las nubes, la señora era una nube: antigua, insípida y llena de joyas. Todo lo que en ella habitaba tenía el mismo tono: el saco, el pelo, los anillos en cuatro dedos minuciosamente elegidos, los pantalones, los dientes. Miraba a la nena blancaleche y sonreía. Pero su sonrisa, en cambio, era distinta a la de la madre. En su dentadura grisácea no se encontraba cansancio y trabajo, se encontraba deseo y sed. Le hacia señas a la beba para que dejara el llanto y, como si tuviera el aliento para correr todo el trayecto, le decía: - veni! veni! veni!
Todos en el bondi recibían la invitación como si la señora fuera amable y educada, pero yo pude ver su interior: ella añoraba la juventud de la pequeña de porcelana, una vampira que buscaba intrínsecamente robarle los pocos meses de vida que tenía. Su sonrisa no era dulce: su saliva era tan amarga que le había podrido todos los dientes. 
Al darse cuenta de que la criatura se tranquilizó -no por casualidad, sino por miedo- la vieja bruja se entregó como una flor dejada en la tumba y, de repente, todo el colectivo se puso oscuro.
Salté del asiento en un impulso de los que huyen de una sentencia de muerte, apreté el timbre y bajé corriendo. Me pude salvar, pensé, me pude salvar. ¿Pero y la nena? 
En ese instante algo en mi se reveló: detrás de aquellos anteojos de la anciana  -mucho más antigua que la ciudad- detrás de aquellos anteojos había cariño.
No había bruja, no había sed, no había mal. Ella miraba y sentía nostalgia. La señora, desde arriba de sus lentes, no pensaba en nada. La señora fue feliz en el transporte. 
Y yo, estúpido y alto, la envidiaba.
La vieja mujer de perfume avasallante y felicidad sin sentido, sonreía.
Le sonreí sabiendo que nunca podría entender el regalo que me había dado esa tarde.
Envuelto en mi mismo me alejé.
Y como quien recuerda una foto de la niñez con los cachetes embalsamados de chocolate,
sonreí una vez más
y la seguí envidiando:

La bruja era yo.

F;

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